Turismofobia

Carlos Pérez Conde – Domingo, 1 de Octubre de 2017

Viajar se ha socializado. Ya no es patrimonio de élites económicas o bohemios trashumantes. Hoy por hoy es casi obligado hacerlo para figurar en la nómina de personas normales. Quizá el icono que más “me gusta” recibe en la relación de aficiones. Las razones objetivas y subjetivas para viajar son bastantes. La actitud del viajero, diversa. Los destinos, infinitos. Las modalidades, numerosas. El turismo se ha transformado en un gran negocio y los negocios son insaciables en su ambición recaudatoria. El exceso deteriora toda virtud. La promoción desmedida de destinos turísticos concretos provoca masificación: dañina para el medio ambiente, incómoda para el viajero y molesta para el lugareño. Así hemos pasado de la filia por viajar a la fobia a los viajeros. De visitados a invadidos. De amables a ceñudos. De orgullosos a hastiados. Según seamos actores o receptores. Llega un momento en que la actividad humana ha de ser regulada. Todos entendemos y aceptamos el establecimiento de numerus clausus para el acceso a determinados parajes naturales o monumentos históricos. O el transporte alternativo y los aparcamientos disuasorios. Las ciudades turísticas han de hacer amable la coexistencia de la vida ordinaria de sus ciudadanos residentes con el tránsito y las actividades de los ciudadanos visitantes. El desmadre en la cantidad afecta a la calidad. El desorden y la anarquía en la prestación de servicios genera incomodidades. Imprescindible la ordenación de recursos. Sin contemplaciones con la avaricia de profesionales y advenedizos. Los pisos turísticos -derivación moderna del concepto de alquiler temporal- tienen difícil encaje con hogares convencionales. Las Administraciones promueven y apoyan planes de promoción turística. Los ingresos por turismo han de estar en armonía con el bienestar social. Turismo sostenible. “Un turista más, un vecino menos” (pegatina de verano). El casco antiguo se viene gentrificando. Y no por el turismo.

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