El desafío del turismo masivo

Francesc Muñoz es geógrafo, director del Observatorio de la Urbanización de la Universidad Autónoma de Barcelona. 9 de agosto de 2015

1.100 millones recorren cada año el mundo. Para digerir esa invasión, las ciudades deben preservar el patrimonio urbano y hacer partícipes a sus habitantes de los beneficios del negocio. Un destino que pierda personalidad se arriesga a perder también a sus visitantes

Todos somos turistas aunque no nos sintamos identificados con eso que aún llamamos turismo. Nos extraña que los viajeros norteamericanos pregunten en Barcelona a qué hora cierra el barrio gótico por miedo a no tener tiempo de comprar sus souvenirs de último minuto y nos sorprende que los turistas chinos adquieran en los canales venecianos máscaras de carnaval producidas en serie y en la propia China, quizás no muy lejos de sus propios domicilios. Consideramos abominable que en los centros históricos los grupos de visitantes sean tan numerosos que empiecen ya a ser numerados, portando cada uno así su etiqueta adhesiva para que el guía de turno pueda hacer mejor el recuento.

Sin embargo, el rechazo que tales situaciones nos provocan responde, en gran medida, a que continuamos llamando turismo a algo que difiere en mucho de lo que aquellos viajeros del siglo XVIII ayudaron a nombrar así.

Ni siquiera estamos ya en la era del turismo de masas como a veces se presume. El turismo de masas, al igual que la producción en masa o el consumo de masas, correspondería a la forma de orientar el consumo de tiempo y lugares aprovechando preferencias bastante homogéneas por parte del grueso de la población, de manera que una parte central y numerosa de los turistas se podía caracterizar hasta ahora por el consumo de un producto turístico ciertamente similar y homólogo.

Pero este consumo altamente estandarizado dista mucho del tipo de consumo que nos caracteriza culturalmente hoy como sociedad. De la misma manera que a la hora de comprar un yogur podemos sentirnos superados ante la amplísima oferta de gamas, sabores y texturas, las ofertas turísticas nos proponen hoy día una quasi infinita variedad de lugares, paisajes y experiencias, de manera que el turismo actual es de todo menos de masas, aunque sea, por supuesto, más masivo que nunca.

Esa transición del turismo de masas del siglo XX al turismo masivo del siglo XXI se explica a partir del proceso de globalización. Concretamente, a partir de 5 procesos de gran calado que definen hoy día el turismo global.

En primer lugar, una intensificación de los tipos de turismo ya conocidos. El mejor ejemplo de ello sería la revolución low cost, que en menos de un lustro ha conseguido amplificar hasta extremos impensables el abanico de usuarios del transporte aéreo.

En segundo lugar, una multiplicación de tipos de turismo diferentes que van apareciendo a diario: el turismo de supervivencia, el turismo del miedo [visitar lugares tenebrosos], el turismo enológico y al turismo cultural en todas sus variedades.

En tercer lugar, estos nuevos tipos de turismo significan, en realidad, una progresiva segmentación del mercado de consumo turístico. Es decir, que encontramos tantos destinos, ofertas y experiencias turísticas como potenciales segmentos de consumidores. Cada turista tendría así su tipo de turismo, asociado a unos lugares y tiempos y no a otros, en función de su capacidad adquisitiva y preferencias culturales.

En cuarto lugar, una amplificación temporal del uso turístico del espacio por la cual el turismo pasa de ser algo puntual u ocasional en el tiempo, a hacerse claramente habitual y constante. Si el turismo se ha hecho global, el tiempo turístico se ha hecho total, puesto que aunque el turista represente una población flotante por un espacio corto de tiempo, a un turista le sucede otro y luego otro…

Por último, el turismo es hoy el consumo emocional del lugar. Como turistas, calibramos el paisaje en función de su solvencia para remitir a una experiencia o explicar una historia, de su capacidad para garantizar el consumo de una emoción. Por ello las ciudades turísticas se ven obligadas a parecerse a la imagen más acorde con ese consumo emocional que el visitante espera encontrar.

Los cinco procesos nos explican la naturaleza actual de un turismo global ante el cual cabe preguntarse si es sostenible o no. Se ha dicho que el turismo es para el siglo XXI lo que la industria representó para el XIX y seguramente con razón, pero hoy conocemos los impactos negativos que la industrialización indiscriminada representó para el planeta y sus lugares en términos no solo ambientales, sino también sociales y culturales.

Interrogarse sobre la sostenibilidad del turismo se hace incluso necesario a la luz de los datos disponibles: hablamos de una actividad que supone prácticamente el 10% del PIB mundial merced al crecimiento exponencial que desde la década de 1950 ha experimentado, como lo muestra el hecho de que de los 25 millones de turistas en el mundo de aquel momento se haya sobrepasado el umbral de los 1.000 millones en 2014 y se prevea incluso llegar a 1.800 millones en 2030.

¿Pueden convivir las ciudades con el éxito de eso a lo que todavía seguimos llamando turismo? ¿Cómo garantizar la sostenibilidad, no solo ambiental, sino sobre todo social y cultural, de la ciudad toda vez que el turismo se asienta en su base económica?

La diagnosis, en ese sentido, es conocida: sobreocupación de los espacios públicos; homogeneización del comercio; banalización del paisaje urbano; dimisión de los habitantes de su propia ciudad… son solo algunas de las resultantes que muestran la insostenibilidad del turismo y su carácter potencial de expolio de patrimonios colectivos si no se acompaña de una buena gestión de sus efectos en el entorno urbano.

Una buena gestión que, a mi parecer, podría pasar por dos tipos de estrategia:

En primer lugar, pasar de las políticas de mera contención a las de anticipación, porque los usos del turismo son extremadamente cambiantes. Un ejemplo de la rapidez de estos cambios es la bicicleta. ¿Quién se iba a imaginar que la peatonalización de las calles de los centros históricos, junto a la cultura de la movilidad sostenible, iba a dar pie a un nuevo uso turístico, consistente en recorrer la ciudad en bici y en grupo? En ocasiones esos grupos invaden las plazas y dificultan el paso de los viandantes. En Barcelona, se han improvisado protocolos de gestión ante esta tendencia —limitar el número de integrantes del grupo e imponer dos guías por cada grupo— cuando ya era tarde.

Lejos de anticiparnos, hasta ahora, los intentos realizados para gestionar el impacto turístico y adecuarlo a la capacidad de carga del lugar han sido superficiales y tienen en común el mero objeto de la contención: limitar el número de cruceros en Venecia; construir réplicas de los atractivos turísticos para deslocalizar la presión de los visitantes en las ciudades renacentistas italianas o en El Cairo; acotar el número de visitantes en Formentera o censar los apartamentos turísticos en Barcelona.

En segundo lugar, urge establecer protocolos de retorno social de los beneficios económicos que genera el turismo. Buena parte del rechazo que el turismo genera en las ciudadanías tiene que ver con la incapacidad para visualizar tal actividad como un bien colectivo. Una percepción por otra parte bien logica pues hablamos de una economía que se aprovecha de todo lo que de público tiene la ciudad –sus calles, sus plazas, sus atractivos, sus equipamientos e incluso la hospitalidad de sus habitantes– para generar, en cambio, plusvalías privadas no precisamente discretas.

Pese a la dificultad que entraña implementar estas estrategias, ignorar el turismo o imaginar una ciudad sin turistas resulta ciertamente ingenuo. El turismo forma ya parte del ADN de la ciudad del siglo XXI hasta el punto que el mismo concepto de ciudad cosmopolita está cambiando para incorporar esa realidad. Las ciudades serán turísticas o no serán por la sencilla razón de que es extremadamente fácil ser turista. Es más, ello representa, de hecho, uno de los anclajes más claros de una economía global que se mide a partir de las facilidades de transporte y de la no menos fácil telecomunicación que caracteriza la sociedad digital actual.

El problema, por tanto no es decir sí o no al turismo sino replantear la manera en la que la ciudad se ofrece al turista para evitar las dinámicas de copy & paste entre urbes que simplifican y banalizan la cultura local y hacen, a la larga, que el propio turista pierda su interés. La urbanalización a la que el turismo global contribuye es la antesala para que el ciudadano acabe dimitiendo de su ciudad y el turista no vuelva a ella. Un escenario de muy difícil retorno. Para evitarlo, hay decisiones propias del gobierno urbano que urge acometer como gestionar bien las licencias para evitar la brandificación del paisaje comercial local o preservar el patrimonio urbano ordinario que ayuda a explicar la identidad de calles o barrios y atestigua por que una ciudad es diferente de otra.

Cómo gestionar los lugares de acuerdo con ese marco de juego constituye hoy uno de los retos más ambiciosos de unas ciudades donde eso que aún llamamos turismo ha venido para quedarse, aún a riesgo de cambiar la ciudad y tornarla otra cosa completamente diferente, aunque la sigamos llamando Venecia o Barcelona.

elpais

Añadir un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.