El espacio urbano, un derecho colectivo

Iñaki Uriarte 28.12.2020

Al tratar del espacio urbano hay que remitirse cronológicamente a la cultura griega en todas sus dimensiones y que en su aspecto espacial se concreta en un lugar: el ágora. Un recinto abierto, habitualmente rectangular, rodeado de forma irregular por diversos edificios destinados a la actividad política y religiosa, y entre ellos la stoa. Una galería con columnas y entablamento formando pórticos donde se paseaba resguardados de la lluvia y el sol que se convirtió en el lugar de reunión de los ciudadanos libres como punto de recreo, exposición y debate de las opiniones particulares y públicas.

Posteriormente, en la civilización romana la ciudad se caracteriza por su planta rectangular y reticular atravesada por dos vías principales, una que la cruza en sentido Norte-Sur, Cardo, y otra perpendicular en sentido Este-Oeste, Decumanus, organización espacial heredada de la construcción del Castrum, campamento militar, el resto de calles se disponen paralelas a estas dos. En el espacio central cruce de ambas surge el Forum, un lugar muy concurrido que crea la vitalidad ciudadana donde se sitúan edificaciones civiles y templos para la vida pública, civil, económica, religiosa, el ocio y la justicia. Esta estructura de la ciudad persistirá durante siglos.

Más tardíamente, ya en la Edad Media, este céntrico recinto, especialmente en las villas y algunos pueblos, se convierte, principal y socialmente, en un área para el mercado, que históricamente será sinónimo de plaza en su sentido funcional. Actividad que en la actualidad continúa especialmente en pueblos y ciudades pequeñas con la tradicional venta de productos esenciales de alimentación, y que se recrea periódicamente incluso en capitales.
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Situándonos en Euskal Herria, ya en el siglo XVIII la renovación urbana, con mejoras de cierta entidad en ciudades y pueblos, se producirá por influencia de las ideas que aporta la Ilustración, que las clases dominantes, nobleza y burguesía urbana difundirán, y especialmente de modo más académico y científico por la Real Sociedad Bascongada de los Amigos del País fundada en 1764 en Azkoitia por el conde de Peñaflorida. Con la implantación de novedosos hábitos populares, entre ellos la atracción por la naturaleza, el disfrute de los recintos públicos abiertos para la relación social, el gusto por el paseo y el recreo de los sentidos se crearon posibilidades diferentes con la progresiva utilización de estos espacios que serán considerados de utilidad colectiva.

Un siglo después, debido al gran crecimiento demográfico, surgirán las propuestas de expansión urbana desde los centros históricos en forma de Ensanche en las que ya se proyectan como lugares de ocio social, parques, plazas, jardines y paseos en nuestras capitales: San Sebastián (1864), Vitoria (1865) Bilbao (1807, 1862 y el definitivo 1876) y (Pamplona, 1888 y 1920).

El espacio urbano, en su condición de lugar público, ha recibido a lo largo de la historia una consideración y tratamiento diverso, evolucionando conceptualmente como consecuencia de condicionamientos muy diferentes, políticos, económicos, culturales, sociales, geográficos o climáticos. Pero ya especial y decididamente en las dos últimas décadas del siglo XX y en todo este siglo XXI constituye una irrenunciable demanda popular, sea de remodelación de los existentes o de nuevo diseño. Se implanta una exigencia de más calidad de vida en los núcleos urbanos en condiciones ambientales sostenibles que se convierte en un objetivo principal de los proyectos de urbanización. Asistimos por tanto a una nueva relación del ser humano con su entorno espacial de convivencia, que se puede sintetizar en algo tan sencillo como esencial: el espacio urbano, un derecho colectivo.


Urbarizar, urbanizar para los bares

Los lugares urbanos, que en las décadas anteriores habían sido recuperados de la vorágine expansionista que introdujo la motorización masiva acaparando calles y plazas, fueron una conquista social que las asociaciones vecinales paulatinamente reclamaron y lograron para libre disfrute público. Pero este logro no ha durado mucho, el turismo masivo, tan deseado por el poder político, unido al cambio climático, la voracidad desmedida e incontrolada del gremio de la hostelería y la sumisión de los ayuntamientos ante este cártel han creado un nuevo grave conflicto social y espacial. Se ha pasado de una libertad de movilidad y utilización de estos espacios colectivos a estar condicionado su uso, incluso en sus rincones privilegiados, elementos singulares e incluso monumentales por un inadmisible y creciente abusivo libertinaje de los bares con todos sus artefactos y utensilios, mamparas, mesas, sillas, todos y sombrillas, muchos permanentes, que han desplazado y convertido de algún modo al ciudadano, anhelado, en consumidor empedernido. Ya no hay grupos de personas hablando, debatiendo, de pie o sentadas, también se suprimen las fuentes, se impone el lema hay que tomar algo, pero a todas horas y todos los días.

Esta usurpación y privatización de suelos municipales de libre uso ha degradado gravemente la calidad de estos espacios, convirtiéndolos, y muy especialmente en esta época pandémica, que nos debe servir de experiencia negativa para el futuro, en zonas tóxicas. La preferente ocupación en calles y plazas por estas instalaciones cuando no chabolas, con pasos reducidos, ruidos indeseables, humo de fumadores, han trans formado lo que era un espacio transitable en desfiladeros angostos entre abrevaderos. Se crean calles detestables para el ciudadano en su condición de peatón.

Este ámbito público está sometido a una tensión entre su uso colectivo y la utilización privativa. A su vez, estos espacios y su actividad social nos ofrecen escenas del paisanaje y el paisaje urbano compuesto no solamente de lo visual y artísticamente destacado, sino también del espacio vivido, participado, exponente de la idiosincrasia de un lugar que construye nuestra infancia y desarrollo humano y perdura en la madurez.

Rapto monumental

En Bilbao, con la excusa de una ampliación del Museo de Bellas Artes mediante el proyecto ya previsto e hipócritamente elegido en un concurso de proyectos repleto de ilegalidades y con una tramitación posterior cultural y urbanística tipificable de prevaricadora, se pretende una usurpación cultural, un urbicidio. Que el excepcional espacio público Arriaga Leku, en honor del compositor Juan Crisóstomo de Arriaga (Bilbao, 1806-París, 1826), anexo al museo quede encerrado y se convierta en una sala del mismo, es decir de peaje. Una inadmisible expoliación. Se trata sin duda de uno de los más bellos lugares de Euskal Herria, que como bien cultural calificado es no solo exigible el riguroso cumplimiento de la Ley 6/2019 de Patrimonio Cultural Vasco que lo protege, sino que la sociedad vasca, la trascendencia de este monumental espacio rebasa lo local, es un bien nacional, debe ser reivindicativa con su legado artístico. De la indisimulable y preocupante dejadez, pérdida de rigor y carencia de sensibilidad de los denominados cargos culturales hace tiempo que no se puede esperar nada. Tal atrofiamiento ya no ocurre en ningún lugar civilizado de Europa. En este despropósito, más bien atentado cultural, se juzga la cultura y sensibilidad, principalmente, de la sociedad bilbaína. El silencio complaciente es cómplice. Por tanto, resulta preciso manifestarse decididamente en su defensa, el patrimonio, como algo indudablemente propio, lo salva el pueblo y en la calle.

El autor es arquitecto

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